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Una historia de faros

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No quedan historias de fareros; la automatización es un hecho. Las ayudas a la navegación son tecnológicas, pero ahí están nuestros faros: vigías del mar cada día, estrellas en tierra cada noche.

Un artículo de Juan Díaz, periodista y geógrafo, para Altea Náutica.


Un artículo de Juan Díaz, periodista y geógrafo, para Altea Náutica.

 

Filóstrato de Atenas, apunta el invento de los faros -luces en la costa para señal de navegantes- a Palamedes, el hijo del rey de Eubea; al que le dio tiempo a inventar casi todo, desde el juego de los dados al calendario, antes de que Paris, en plena guerra de Troya, le alcanzara con una flecha.

 

Y de cuando esa guerra (siglo VIII aC) aparece en la Ilíada la referencia al primer faro, al faro del cabo Sigeo, en la Tróade, en un extremo del Helesponto, hoy estrecho de los Dardanelos (Turquía), donde el mito romántico de Hero y Leandro sienta sus reales.

 

Hero era una sacerdotisa de Afrodita. Leandro era su joven amante. Cada noche, desde Abido, desde el otro extremo, Leandro nadaba hacia la luz del fuego que Hero encendía en lo alto del templo. Una noche el viento apagó la llama y Leandro se perdió y agotado murió ahogado. Las olas llevaron su cuerpo a la costa y Hero, al verlo, subió a lo alto del templo para despeñarse y morir.

 

Como Leandro, los marineros siempre han necesitado la referencia del puerto seguro de recalada o el aviso de un escollo. Para ello estaba el faro. Y para susurrar que aún en la soledad de la noche, no estaban solos los marinos en el mar.

 

El hombre ha navegado desde el principio de los tiempos. Y más en el Mediterráneo. De día y de noche. El régimen de vientos marcaba la pauta. El anticiclón de las Azores deja sentir su influencia hasta el extremo más oriental; las situaciones de pantano barométrico caracterizan un régimen de brisas costeras. Las corrientes, paralelas a la costa africana, reviran y recorren los mares locales a velocidades que alcanzan hasta los dos nudos. Durante el día, el rumbo se mantenía con la trayectoria del sol y mediante las sombras en el ángulo de la embarcación en la singladura. En la noche, por la posición de las estrellas, los ocasos, los amaneceres, Venus, las Pléyades, las Hiadas, las constelaciones de Tauro y Orión o la Osa Mayor, donde está Phoeniké, la estrella de los Fenicios; la Estrella Polar. 

 

Observando el vuelo de los pájaros, sabiendo de sus migraciones. Aves enjaulas que les acompañaban en las travesías; también monos que trepaban a los mástiles y advertían de tierra y de las tormentas. Conociendo el “lenguaje” de las olas no les era complicado navegar.

 

El Mediterráneo apenas tiene zonas “de oscuridad” donde no son visibles hitos en la costa. En nuestro entorno más inmediato Bernia, Aitana, Puig Campana y el Maigmó eran sus referencias diurnas.

 

Al caer la noche, el relevo lo tomaban los fuegos sempiternos de los templos identificando jalones costeros o entradas a puerto, como los del templo de Hércules Melqart, rumbo a Cádiz, o el de Atenea en Lindos, sobre el puerto militar rodense.

 

Pero no bastaba con los fuegos sempiternos y hubo otras luces en la noche. En la antigua Thasos, hoy Limenas, en la punta de Phanari, frente al Egeo, están los restos de aquella primera torre que albergó un primitivo faro.

 

No fue el único. Cuando Antípatro de Sidón nos relata en su Antología griega (125 aC) los siete lugares que visitar para el asombro humano, cita al Coloso del Sol, en la isla de Rodas. Hoy sabemos que no estuvo en la entrada del puerto militar de la capital del Dodecaneso y sí en lo alto de la acrópolis, en el templo de Helios. Antípatro no cita el Faro de Alejandría, a pesar de existir; ocho siglos después será Veda el Venerable el que lo encumbre en la lista retirándole una maravilla a Babilonia, que tenía dos. Y por las monedas romanas, algunos mosaicos y las referencias de los viajeros del islam sabemos que no era como Herman Tiersch idealizó en 1909.

 

La verdad es que los faros no fueron muy comunes hasta que Roma completó su Imperio y ejerció de policía sobre el Mare Nostrum. Entonces sí. Bien utilizó las turres hannibalis que habían dejado fenicios y cartagineses, como la Torre Tellerola, en la desembocadura del río Torres (Villajoyosa), o bien desarrolló sus modelos de ingeniería para estos cometidos. Incluso construyó grandes faros -unos sesenta- como los de Akkro (Israel), Leptis Magna (Libia), Dubris (Dover, Reino Unido) o Brigantium (La Coruña, España). En este último, en la Torre de Hércules, se ha encontrado la clave de cómo funcionaba un faro romano.

 

Recomendaba Plinio el Viejo (siglo I) que la luz del faro se moviera para evitar ser confundida con Phoeniké. Y los romanos lo consiguieron: un mecanismo giratorio mecanizaba el giro mediante poleas, ruedas dentadas, vasos comunicantes, un sifón invertido y la máquina hidráulica de Ctesibio. Incluso sirenas en las noches de niebla.

 

Con el final del Imperio, la oscuridad y el silencio volvieron a los mares, aunque al-Razi nos da cuenta de la luz del puerto de Denia en sus crónicas de Sharq al-Andalus. Y en las atarazanas dianenses, al menos cuando su taifa, una luz señalaba bocana segura. Parece que coincidió con la Torre del Fortí; años más tarde aquella luz pasó a la Torre del Rasset (s. XIV).

 

Y pocas referencias medievales más si exceptuamos “la linterna” del puerto de Cartagena y la turris faraone que el rey Jaime II pide en testamento conservar en Porto Pi; a la que le lanzaban piedra los honderos y en 1385 hubo que legislar para evitarlo.

 

Por el Occidente del Mediterráneo no se llamaba faros; eran linternas. Y aún se llama linterna -lanterna- al de Génova (1543, Italia), sobre el promontorio de San Benigno, o a la del puerto de Barcelona… aunque a la torre de la linterna hoy la llamen del reloj.

 

La palabra ‘faro’ aparecerá escrita por primera vez en el Tesoro de la Lengua Castellana de Sebastián de Covarrubias (1611) y se referirá al de Alejandría y a los que “a imitación de esta torre” se siguen levantando. Y pocos se levantaron por estas costas, aunque por el Real Arancel del Almirantazgo (1795) sabemos que se cobraba Impuesto de Fanal y Linterna en 15 puertos de aquella España; Alicante y Villajoyosa entre ellos.

 

En 1829, cuando la navegación a vapor aún estaba en mantillas y la de vela vivía su esplendor, el francés Coulier edita su guía de navegación nocturna distinguiendo entre faro y fanal. A España sólo le señala nueve faros y recomienda hacer uso de la red de Torres de Vigía existentes para iluminar la costa. En 1843 reedita la guía actualizada y referencia hasta once faros; Alicante y Villajoyosa siguen teniendo fanal.

 

Pero en Alicante ocurriría un hecho determinante. Un naufragio propició que se construyera el primer faro del nuevo proyecto de Iluminación de la Costa que se estaba preparando. Un edificio hexagonal de mampostería servía de base para una torre de madera de treinta metros que diseñó el ingeniero civil Elías Aquino y que construyeron trescientos penados del presidio de Alicante. Ante el éxito, la maqueta se llevó a la Exposición de París de 1868; pero el faro fue desmontado y tras años de oscuridad portuaria fue sustituido por sendos fanales hasta que en 1912 se le construyó la estructura metálica que hoy preside la entrada al puerto.

 

El Plan de Alumbrado Marítimo de 1847 contempló cinco faros para la provincia que fueron llegando en función de la liquidez ministerial: Tabarca (1854), Cabo San Antonio (1855), Cabo de las Huertas (1856), Faro de Santa Pola (1858) y Faro de Villajoyosa (1859). Pedía anular el del puerto de Alicante y colocar el aparto iluminante en el cabo de las Huertas, advirtiendo además de que sería muy conveniente iluminar la bahía de Altea.

 

Y poco después, el faro de Altea, en las Peñas de Arabí, sería diseñado por el ingeniero Antonio Molina “con las mismas funciones que en su día tuvo la Torre Bombarda”, para señalar la entrada a la rada alteana, a instancias de los comerciantes locales; uno de los pocos casos atendidos. Hoy es el faro de la Punta del Albir. Su primer encendido se produjo el 30 de abril de 1863 y desde entonces ha cuajado su trocito de historia con incendio y pérdida de la linterna allá por 1914.

 

El último, el faro del Cabo de la Nao, se construirá sobre el promontorio ferrariense de los romanos, el punto más oriental de la provincia, por reclamaciones internacionales efectuadas desde 1905; encenderá su luz en 1928.

 

De todos ellos sólo se ha perdido el Faro de Vistalagre, en la playa de Villajoyosa, cuando sucesivos temporales (1942, 1945 y 1949) lo destruyeron por completo.

 

El de la Isla de Benidorm, propuesto como baliza en el Plan de 1847 quedó en tentativa de faro -frustrada económicamente- y volvió a la categoría de baliza, encendiéndose entre 1828 y 1829, sin fecha exacta.

 

No quedan historias de fareros; la automatización es un hecho. Las ayudas a la navegación son tecnológicas, pero ahí están nuestros faros: vigías del mar cada día, estrellas en tierra cada noche.


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